El trayecto no duraba ni diez minutos en coche, pero durante el camino apenas hablamos, pues yo iba concentrada en la carretera, en los pasos de peatones y en las señales de velocidad. Él iba tranquilo, o eso me parecía a mi, sin ánimo de molestar o decir algo que pudiera desconcentrarme. Siempre tan atento...
Apenas llevábamos saliendo juntos poco más de tres meses, pero nos sentíamos muy bien el uno con el otro, teníamos confianza y nos queríamos. Antes que Gonzalo, nunca había estado con ningún chico; en parte porque ninguno me llamaba la atención y en parte por la influencia de mis padres, pues no habían querido que saliese con nadie hasta que cumpliera la mayoría de edad. El colegio de monjas al que sólo asistían chicas había hecho el resto.
Pero Gonzalo... con él fue todo muy sencillo. Nos presentó mi mejor amiga, Daniela, en la última fiesta de primavera que celebró y en su casa y, desde entonces, fue todo sobre ruedas.
Perdida en mis pensamientos y casi sin prestar atención a la carretera, me salté un semáforo que estaba en rojo y un coche que venía por mi derecha frenó en seco y me pitó. Yo seguí avanzando, pero mi corazón se había desbocado y pronto estaba temblando. Paré al lado derecho de la calle y puse las luces de emergencia. Empecé a respirar profundamente.
-Cielo, no te preocupes –dijo Gonzalo, que se había abalanzado sobre mi para abrazarme. Yo no podía dejar de temblar, de hecho, ya notaba que los ojos se me habían empezado a empañar.
-Casi... casi nos mato –acerté a decir con las manos en la cara.
-No seas exagerada –me consoló él-. Sólo debes ir más concentrada en la carretera, a saber qué tenías en la cabeza.
Me sonrió y logré calmarme un poco. Siempre me serenaba esa sonrisa tan dulce enmarcada por unos cálidos ojos marrones. Me besó suavemente en los labios. Le devolví la sonrisa, aún nerviosa.
-Venga, Susi, que ya no nos queda nada –dijo.
No hizo falta más. Volví a encender el coche y nos pusimos en marcha. Esta vez no puse la radio. No quería distracciones.
Tres minutos más tarde, parábamos frente a la casa de Gonzalo. Suspiré. Estábamos vivos.
-Lo has hecho muy bien, pequeña –dijo mientras se desabrochaba el cinturón y se acercaba a mi-. Sólo necesitas un poco más de práctica y concentración.
Sonreí, tenía razón. No sabía muy bien qué me había pasado, nunca perdía la cabeza así como así.
-Sí, ha sido la primera vez que conduzco sola... un fallo lo tiene cualquiera. Me miró de la manera más dulce que puede mirar una persona. Gonzalo hacía que todo pareciese fácil. Me colocó un mechón de pelo rubio detrás de la oreja, aunque no me gustaba que se me vieran las orejas, le dejé hacer. Me atrajo hacia sí y me besó. Un beso largo en el que nuestras lenguas jugaron a echar un pulso. Un beso largo. Pausado. Poco a poco, apasionado. Al final no nos quedó más remedio que separarnos, aunque de mala gana.
-Este fin de semana estaré solo en casa. Puedes venir a comer el sábado y vemos una película –sugirió. Y aunque había intentado disfrazarlo, yo había captado perfectamente por dónde iban los tiros. Se me aceleró el corazón de los nervios. No estaba preparada para dar ese paso, y él lo sabía.
Sí, lo sabía, tener 18 años y conservar la virginidad no era algo que se estilara, pero era algo de lo que me sentía orgullosa. Había crecido en una familia muy tradicional, era hija única, así que toda la atención recayó en mi y mis padres se habían encargado muy bien de inculcarme esos valores, por lo que yo, a mis 18 años, seguía siendo virgen, en busca de un chico que valiera la pena al que darle mi mayor orgullo. Intenté relajarme.
-Sí, supongo que podré pasarme... –respondí desviando la mirada. El ambiente se había puesto tenso. Ambos podíamos notarlo.
-Está bien, en cualquier caso, iremos hablando esta semana.
Asentí y carraspeé. Él notó mi impaciencia y salió del coche, no sin antes dedicarme un suave beso en los labios. Arranqué el coche y, esta vez sí, puse la radio.
Me es tan familiar... tal vez será porque las dos somos escorpio
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